viernes, 14 de abril de 2017

El huésped - Albert Camus


Albert Camus (Mondovi, 1913-1960), el genial novelista y filósofo francés nacido en Argelia, nos dejó no sólo novela estupendas y ensayos, sino tambien relatos muy interesantes. Hoy os dejo aquí uno de mis preferidos.


El huésped 

La nieve había empezado a caer de repente a mediados de octubre, después de ocho meses de sequía, sin la transición de la lluvia, y los veinte alumnos que vivían en los pueblecitos diseminados por la meseta no iban a clase.

El Maestro miraba para los dos hombres que subían hacia él. Uno iba a caballo, el otro a pie. Todavía no habían llegado al abrupto repecho que llevaba a la escuela, edificada en la ladera de una colina. Avanzaban trabajosa y lentamente en la nieve, entre las piedras, por el inmenso espacio de la alta meseta desierta. De vez en cuando, el caballo tropezaba. Aún no se le oía, pero se veía muy bien el chorro de vapor que le salía por las fosas nasales. Uno de los hombres, al menos, conocía la región. Iban siguiendo la pista, a pesar de que había desaparecido desde hacía varios días bajo una capa blanca y sucia. El maestro calculó que no estarían en la colina antes de media hora. Hacía frío y se metió en la escuela para ponerse un jersey. Cruzó la clase vacía y helada. En el encerado, los cuatro ríos de Francia, dibujados con cuatro tizas de colores diferentes, corrían hacia sus estuarios desde hacía tres días. Había que esperar el buen tiempo. Daru, el maestro, no calentaba más que el único cuarto que constituía toda su morada, contiguo a la clase cuya puerta daba al este de la meseta. La ventana, como las de la clase, daba también al mediodía. Por este lado, la escuela se encontraba a varios kilómetros del lugar en que la meseta comenzaba a descender hacia el sur. Con tiempo claro, se podían ver las masas violetas del contrafuerte montañoso donde se abría la puerta del desierto.

Después de entrar un poco en calor, Daru volvió a la ventana desde donde, por primera vez, había divisado a los dos hombres. Ahora ya no se les veía. Se hallaban, pues; subiendo el repecho. El cielo estaba menos oscuro: durante la noche había dejado de "nevar”. Amaneció con una luz grisácea, que apenas había aumentado a medida que el techo de nubes se elevaba. A las dos de la tarde, hubiese dicho que ese día acababa de comenzar. Pero esto era mejor que aquellos tres días en que la nieve espesa caía en medio de unas tinieblas incesantes, con pequeñas ráfagas de viento que hacían trepidar la doble puerta de la clase. Daru entonces se pasaba las horas muertas en su cuarto, del que no salía sino para ir al cobertizo a dar de comer a las gallinas o a buscar carbón. Afortunadamente, la camioneta de Tadjid, el pueblo más cercano hacia el norte, había traído el suministro dos días antes de la tempestad. Y volvería a pasar dentro de cuarenta y ocho horas.

Por otra parte, Daru tenía con qué resistir un asedio con los sacos de trigo que llenaban la habitación y que la administración pública le dejaba en depósito para distribuir entre los alumnos cuyas familias habían sido víctimas de la sequía. En realidad, la desgracia había alcanzado a todos, pues todos eran pobres. Daru repartía a diario una ración a los niños, y sabía muy bien que durante estos días malos les había faltado. Probablemente un padre o un hermano mayor vendría aquella tarde, y podría abastecer a todos de grano.

Lo que hacía falta era que pudieran resistir para empalmar con la cosecha siguiente, eso era todo. Ahora llegaban de Francia barcos cargados de trigo. Lo más duro había pasado, pero sería difícil olvidar esta miseria, este ejército de fantasmas andrajosos errando bajo el sol, las mesetas calcinadas meses y meses enteros, la tierra contraída poco a poco, literalmente achicharrada, hasta el punto de que cada piedra se deshacía en polvo bajo los pies. Los corderos morían en esa época a millares, y también algunos hombres, acá y allá, sin que muchas veces se llegara a saberlo.

Ante esta miseria, él, que vivía casi como un monje en aquella escuela perdida, contento, por otra parte, con lo poco que tenía y de esta vida ruda, se sentía un señor, con sus paredes enlucidas, su estrecho diván, sus estantes de madera de pino, su pozo y su suministro semanal de agua y de alimentos. Y de repente esa nieve, sin ningún aviso, sin la transición de la lluvia. El país era así de cruel, para vivir en él, incluso sin los hombres que, por otra parte, no arreglaban nada. Pero Daru había nacido allí. En cualquier otro sitio se sentía exiliado.

Salió y dio unos pasos por el terraplén delante de la escuela. Los dos hombres habían llegado a la mitad de la cuesta. Daru reconoció en el jinete a Balducci, el viejo gendarme que conocía desde hacía mucho tiempo. Un árabe, con la cabeza baja y las manos atadas, caminaba detrás de Balducci, que sostenía el extremo de la cuerda. El gendarme saludó con un ademán al que Daru no contestó, ocupado como estaba en mirar al árabe vestido con una chilaba que en otro tiempo había sido azul, con unas sandalias y unos calcetines de gruesa lana cruda en los pies y una bufanda estrecha y corta, a modo de turbante, en la cabeza. Se iban acercando, Balducci mantenía el caballo al paso para no hacer daño al árabe, y el grupo avanzaba muy despacio.

Al alcance de la voz, Balducci gritó:

—¡Una hora para andar los tres kilómetros de El Ameur hasta aquí!

Daru no contestó. Bajo y fornido, enfundado en su grueso jersey, miraba cómo subían. Ni una sola vez el árabe había levantado la cabeza.

—Hola —dijo Daru cuando llegaron al terraplén- entrad a calentaros un poco.

Balducci se bajó con trabajo del caballo sin soltar la cuerda.

Sonrió al maestro con una sonrisa que le salía de debajo de unos mostachos erizados. Sus ojillos oscuros, muy hundidos bajo una frente curtida, y su boca rodeada de arrugas le daban un aspecto atento y aplicado. Daru cogió las riendas, llevó el caballo al cobertizo y volvió a la escuela, donde le esperaban los dos hombres. Los hizo entrar en su cuarto.

—Voy a calentar la clase —dijo—. Allí estaremos más anchos.

Cuando entró de nuevo en el cuarto, Balducci estaba sobre el diván. Había desatado la cuerda con que sujetaba al árabe este se había acurrucado junto a la estufa, con las manos liadas, y el turbante echado para atrás, miraba hacia la ventana. Daru al principio sólo vio sus enormes labios, gruesos, lisos, casi negroides; la nariz sin embargo era recta, los ojos sombríos, llenos de fiebre. El turbante dejaba ver una frente obstinada, y bajo la piel curtida por el sol pero un poco descolorida por el frío, toda la cara tenía un aspecto a la vez inquieto y rebelde que impresionó a Daru cuando el árabe, volviendo la cara hacia él, lo miró fijamente a los ojos.

—Pasad ahí al lado —dijo el maestro—. Os voy a hacer té con menta.

—Gracias —dijo Balducci—. ¡Qué faena! ¡Viva el retiro! —Y dirigiéndose en árabe a su prisionero—: Tú, ven.

El árabe se levantó y, despacio, con las muñecas juntas por delante, entró en la clase.

Con el té, Daru llevó una silla. Pero Balducci se había instalado ya en el primer pupitre de la clase y el árabe se había acurrucado contra la tarima del maestro, frente a la estufa que había entre la mesa y la ventana. Cuando tendió el vaso de té al prisionero, Daru dudó ante sus manos atadas.

—Tal vez se le pueda desatar.

—Desde luego —dijo Balducci—. Era para el viaje.

E hizo ademán de levantarse. Pero Daru, dejando el vaso en el suelo, se había arrodillado ya junto al árabe. Este, sin decir nada, miraba cómo lo desataban con sus ojos calenturientos. Una vez las manos libres, se frotó las muñecas hinchadas una contra otra, cogió el vaso de té y sorbió el líquido abrasador, a tragos cortos y rápidos.

—Bueno —dijo Daru—. ¿Dónde vais así?

Balducci dejó de beber:

—Aquí, hijo.

—¡Qué alumnos más raros! ¿Vais a dormir aquí?

—No. Yo me vuelvo a El Ameur. Y tú entregarás al camarada en Tinguit. Lo esperan en la gendarmería.

—¿Qué estás diciendo? —dijo el maestro—. ¿Te burlas de mí?

—No, hijo. Son órdenes.

—¿Órdenes? Yo no soy.... —Daru dudó; no quería afligir al viejo corso.

—Bueno quiero decir que no es ese mi oficio.

—¡Eh! ¿Que quieres decir? En tiempo de guerra se hacen todos los oficios.

—¡Entonces esperaré la declaración de la guerra! —Balducci asintió con la cabeza.

—Bueno. Pero las órdenes son las órdenes y también te atañen a ti. Parece ser que hay jaleo. Se habla de una rebelión próxima. Estamos movilizados, en cierto sentido.

Daru seguía con su aire obstinado.

—Escucha, hijo —dijo Balducci—. Me resultas simpático y tienes que comprender. En El Ameur somos sólo una docena de hombres y tenemos que patrullar por todo el territorio de un departamento, aunque sea pequeño, así que tengo que volver. Me han dicho que te confíe a este individuo y que vuelva inmediatamente. No podíamos custodiarlo allá abajo. Su pueblo se agitaba y querían llevárselo. Tú debes conducirlo a Tinguit durante el día de mañana. No son veinte kilómetros los que van a asustar a un buen mozo como tú. Después, todo habrá terminado. Volverás a la escuela con tus alumnos y a la buena vida.

Fuera, oyeron al caballo resoplar y pisotear el suelo con los cascos. Daru miraba por la ventana. Decididamente, el tiempo se levantaba, la luz se extendía por la meseta nevada. Cuando se hubiera derretido toda la nieve, el sol volvería a reinar y abrasaría una vez más los campos de piedra. Durante días, el cielo inalterable derramaría su luz seca sobre la inmensidad solitaria donde nada hacía pensar en el hombre.

—Bueno —dijo volviéndose hacia Balducci—, ¿qué es lo que ha hecho? —Y prosiguió antes de que el gendarme hubiera abierto la boca—: ¿Habla francés?

—No, ni una palabra. Lo buscaban desde hacía un mes, pero los demás lo escondían. Ha matado a su primo.

—¿Está contra nosotros?

—No lo creo. Pero nunca se sabe.

—¿Por qué lo mató?

—Asuntos de familia, supongo. Uno debía trigo al otro, según parece. La cosa no está clara. Total, que ha matado a su primo dándole un golpe con una podadera. Te das cuenta, como un cordero, ¡zas!...

Balducci hizo un ademán como si se pasara una cuchilla por cuello, mientras el árabe lo seguía atentamente, lo miraba con cierta inquietud. A Daru le entro una ira repentina contra aquel hombre, contra todos los hombres y su asquerosa maldad, sus odios incansables, sus locuras sangrientas.

Pero la pava del agua caliente silbaba en la estufa. Daru volvió a servir té a Balducci, y después de dudar un momento sirvió también al árabe, que por segunda vez lo bebió con avidez. Tenía los brazos levantados y el maestro pudo ver su pecho delgado y musculoso por la chilaba entreabierta.

—Gracias, chico —dijo Balducci—. Ahora, yo me largo.

Se levantó y se dirigió hacia el árabe, sacándose una cuerda del bolsillo.

—¿Qué vas a hacer? —pregunto Daru con sequedad.

Balducci, desconcertado, le enseño la cuerda.

—No vale la pena.

El viejo gendarme dudo:

—Como quieras. Supongo que estás armado.

—Tengo un fusil de caza.

¡Dónde!

—En el baúl.

—Deberías tenerlo cerca de la cama.

—¿Por qué? No tengo nada que temer.

—Estás chalado, hijo. Si se sublevan, nadie estará seguro, todos estamos metidos en el mismo saco.

—Me defenderé. Tengo tiempo de verlos llegar.

Balducci se echo a reír, y luego el bigote le cubrió de repente unos dientes todavía blancos.

—¿Qué tienes tiempo? Bueno. Lo que yo decía. Siempre te ha faltado un tornillo. Por eso me resultas simpático; mi hijo era así.

Al mismo tiempo sacó su revólver y lo dejó sobre la mesa.

—Toma, yo no tengo necesidad de dos armas para ir de aquí a El Ameur.

El revólver brillaba sobre la pintura negra de la mesa. Cuando el gendarme se volvió hacia él, el maestro sintió un olor a cuero y a caballo.

—Mira, Balducci —dijo Daru de repente—, todo esto me repugna, y ese tipo es el primero. Pero no lo entregaré. Luchar sí, si hace falta, pero esto no.

El viejo gendarme estaba ante él y lo miraba con severidad.

—No hagas tonterías —dijo despacio—. A mí tampoco me gusta todo esto. Uno no se acostumbra a atar a un hombre, a pesar de los años, y hasta se tiene vergüenza, si. Pero no se les puede dejar que hagan lo que quieran.

—Yo no lo entregaré —repitió Daru.

—Es una orden, hijo. Te lo repito.

—Eso es. Repíteles lo que te he dicho: yo no lo entregaré.

Visiblemente, Balducci se esforzaba por reflexionar. Miro al árabe y a Daru. Al fin se decidió:

—No. No les diré nada. Si tú no quieres ayudarnos, allá tu, yo no te denunciaré.  Solo tengo orden de entregarte el prisionero, y es lo que hago. Ahora vas a firmarme el papel.

—No hace falta. No negaré que me lo has dejado.

—No seas malo conmigo. Se que dirás la verdad. Eres de aquí, eres un hombre. Pero debes firmar, lo exige el reglamento.

Daru abrió un cajón, sacó un frasquito cuadrado de tinta morada, el portaplumas de mango colorado con la plumilla, que le servía para trazar los modelos de caligrafía, y firmó. El gendarme dobló cuidadosamente el papel y se lo guardó en la cartera. Después se dirigió hacia la puerta.

—Te acompaño —dijo Daru.

—No —replicó Balducci—. No hace falta que andes con cumplidos. Me has ofendido.

Balducci miro al árabe, inmóvil, en el mismo sitio, sorbió por la nariz con aire apesadumbrado y se volvió hacia la puerta.

—Adiós, hijo.

La puerta se batió detrás de él. Balducci surgió delante de la ventana y después desapareció. La nieve ahogaba sus pasos. El caballo se agitó detrás de la pared, unas gallinas se espantaron. Al poco rato, Balducci volvió a pasar por delante de la ventana tirando del caballo por la brida.

Caminaba hacia el repecho, sin volverse, y desapareció seguido del caballo. Se oyó el ruido de una piedra grande que rodaba perezosamente. Daru se volvió hacia el prisionero, que no se había movido, pero que no dejaba de mirarlo.

—Espera—dijo el maestro en árabe. Y se dirigió hacia su cuarto. En el momento de pasar el umbral, cambio de parecer, fue a la mesa, cogió el revólver y se lo metió en el bolsillo. Después, sin volverse, entró en su habitación.

Durante mucho tiempo, se quedó echado en el diván mirando al cielo que se oscurecía poco a poco, escuchando el silencio. Ese silencio que los primeros días de su llegada, después de la guerra, le había parecido tan penoso. En aquella época, había pedido un puesto en la pequeña ciudad al pie de los contrafuertes que separan la altiplanicie del desierto. Allí, unas murallas rocosas, verdes y negras al norte, rosas o malvas al sur, marcaban la frontera del eterno verano. Pero lo habían nombrado para un puesto más al norte, en la misma meseta. Al principio, la soledad y el silencio le habían resultado muy duros en aquellas tierras ingratas, habitadas solamente por las piedras. A veces, la existencia de unos surcos hacia pensar en tierras cultivadas, pero en realidad los surcos habían sido excavados para sacar a la luz del día cierta piedra propicia para la construcción. Allí sólo se labraba para cosechar pedruscos. Otras veces, raspaban algunas pellas de tierra, acumuladas en las hondonadas, para abonar los áridos jardines de los pueblos. Solamente la piedra cubría las tres cuartas partes de este país, en el que las ciudades nacían, brillaban y desaparecían; los hombres pasaban, se amaban o se mordían la garganta, y después morían. En este desierto, nadie, ni él ni su huésped, eran nada. Y sin embargo, fuera de este desierto, ni uno ni otro, Daru lo sabia muy bien, hubiera podido vivir verdaderamente.

Cuando se levantó, ningún ruido se oía en la sala de clase. Daru se quedó asombrado ante la franca alegría que sentía sólo de pensar que el árabe hubiera podido escaparse y que iba a encontrarse solo sin tener que decidir nada. Pero el prisionero seguía allí. Se había echado cuan largo era entre la estufa y la mesa, con los ojos muy abiertos, mirando al techo. En esta posición se le veían sobre todo los gruesos labios, que le daban un aspecto enojado.

—Ven —dijo Daru. El árabe se levantó y lo siguió. En la habitación, el maestro señaló una silla al lado de la mesa, bajo la ventana. El árabe se sentó sin dejar de mirar a Daru—. ¿Tienes hambre?

—Si —dijo el prisionero.

Daru puso dos cubiertos sobre la mesa. Cogió harina y aceite, amaso en una fuente una torta y encendió el homo de butano.

Mientras la torta se cocía, Daru fue al cobertizo a buscar queso, huevos, dátiles y leche condensada. Cuando la torta estuvo cocida, la puso a enfriar  en el alfeizar de la ventana, calentó un poco de leche condensada desleída en agua y, para terminar, batió los huevos para hacer una tortilla. En uno de estos movimientos, su mano tropezó con el revólver que llevaba en el bolsillo derecho. Dejo el tazón con los huevos, pasó a la clase y metió el revólver en el cajón de su mesa. Cuando volvió a la habitación, estaba anocheciendo.

Encendió la luz y sirvió al árabe.

—Come —dijo.

El otro cogió un trozo de torta, se lo llevó con viveza a la boca y se detuvo.

—¿Y tú? —preguntó.

—Primero tú. Yo comeré después.

Los labios gruesos se abrieron un poco, el árabe dudo, y terminó por morder resueltamente la torta.

Cuando terminó de comer, miró al maestro.

—¿Eres tú el juez?

—No, yo tengo que vigilarte hasta mañana.

—¿Por qué comes conmigo?

—Porque tengo hambre.

El otro se calló. Daru se levantó y salió. Trajo un catre del cobertizo, lo colocó entre la mesa y la estufa, perpendicularmente a su propia cama, y de una maleta grande que, de pie en un rincón, le servía de estante para sus papeles sacó dos mantas que dispuso sobre el catre. Después se paró y, al no tener otra cosa en que ocuparse, se sentó en la cama. Ya no había nada que preparar ni que hacer, sino mirar a aquel hombre. Y se puso a mirarlo, tratando de imaginarse aquella cara arrebatada por la ira. Pero no lo conseguía. Solamente veía la mirada a la vez sombría y brillante, y la boca de animal.

—¿Por qué lo mataste? —dijo con una voz cuya hostilidad le sorprendió.

El árabe desvió la mirada.

—Se escapó. Y yo corrí detrás de él. —Volvió a mirar a Daru con unos ojos llenos de una especie de interrogación angustiada—. Ahora, ¿qué van a hacerme?

—¿Tienes miedo?

El otro se atiesó, desviando la vista.

—¿Sientes lo que hiciste?

El árabe lo miro con la boca abierta. Era evidente que no comprendía. La irritación invadía a Daru. Al mismo tiempo, se sentía torpe y embarazado, sin poderse mover entre las dos camas.

—Acuéstate aquí —dijo con impaciencia—. Es tu cama.

El árabe no se movió. Interpeló a Daru:

—¡Dime!

El maestro lo miró.

—¿Vuelve mañana el gendarme?

—No lo sé.

—¿Tú vienes con nosotros?

—No lo sé. ¿Por qué?

El prisionero se levantó y se echó sobre las mantas, con los pies hacia la ventana. La luz de la bombilla le daba directamente en los ojos, y los cerró en seguida.

—¿Por qué? —repitió Daru, plantado delante de la cama.

El árabe abrió los ojos bajo la luz deslumbradora y lo miró, esforzándose en no pestañear.

—Vente con nosotros —dijo.

En medio de la noche, Daru no conseguía dormir. Se había metido en la cama después de desnudarse completamente: tenía la costumbre de dormir desnudo. Pero cuando se encontró en su cuarto sin ninguna ropa, dudó. Se sentía vulnerable y estuvo tentado de volverse a vestir. Pero se encogió de hombros; ya se había visto en situaciones peores, y si hiciera falta descalabraría a su adversario. Desde la cama podía observarlo, echado de espaldas, inmóvil, con los ojos cerrados bajo la intensa luz. Cuando Daru la apagó, pareció que las tinieblas se congelaban de repente. Poco a poco, la noche fue recobrando vida en la ventana donde el cielo sin estrellas se movía suavemente. El maestro distinguió en seguida el cuerpo extendido ante él. El árabe seguía sin moverse, pero sus ojos parecían estar abiertos. Un viento ligero rondaba alrededor de la escuela. Tal vez terminaría por alejar las nubes y volvería a brillar el sol.

Durante la noche, el viento aumentó. Las gallinas se alborotaron un poco, después se callaron. El árabe se volvió de costado, dando la espalda a Daru, y a éste le pareció oírlo gemir. Entonces acechó su respiración, más fuerte y más regular que hacia un momento. Daru oía ese aliento tan cercano y soñaba sin poderse dormir. En la habitación en que, desde hacia un año, dormía solo, aquella presencia le molestaba. Pero también le molestaba porque le imponía una especie de fraternidad que él rechazaba en las circunstancias actuales y que conocía muy bien: los hombres que comparten los mismos dormitorios, ya sean soldados o prisioneros, contraen un lazo extraño como si, al quitarse las armaduras con la ropa, se hermanaran cada noche, por encima de sus diferencias, en la vieja comunidad del sueño y del cansancio. Pero Daru se agitaba, no le gustaban esas tonterías, tenía que dormir.

Algo más tarde, sin embargo, cuando el árabe se movió imperceptiblemente, el maestro seguía sin conciliar el sueño. Al segundo movimiento del prisionero, se puso tenso, en guardia. El árabe se incorporaba muy despacio sobre sus brazos, con un movimiento casi de sonámbulo. Sentado en la cama, esperó, inmóvil, sin volver la cara hacia Daru, como si escuchara atentamente. Daru no se movió: acababa de darse cuenta de que había dejado el revólver en el cajón de la mesa de la clase. Era mejor actuar rápidamente. Sin embargo, continuó observando al prisionero que, con el mismo movimiento cauteloso, ponía los pies en el suelo, esperaba un poco y empezaba a levantarse lentamente. Daru iba a llamarlo cuando el árabe echó a andar, con un paso natural esta vez, pero extraordinariamente silencioso. Se dirigía hacia la puerta del fondo que daba al cobertizo. Hizo girar el picaporte con precaución y salió empujando la puerta tras él, sin cerrarla del todo. Daru no se había movido. Se escapa, pensó. ¡Menudo alivio! Sin embargo, aguzó el oído. Las gallinas no se movían: el árabe se hallaba, pues, en la meseta. Entonces le llegó un débil ruido de agua, y sólo comprendió lo que era, en el momento en que el árabe apareció de nuevo en el marco de la puerta, la cerró con cuidado y se acostó sin hacer ruido. Daru se volvió de espaldas y se durmió. Algo más tarde, le pareció oír, en lo profundo de su sueño, unos pasos furtivos alrededor de la escuela. ¡Estoy soñando, estoy soñando!, se repetía. Y efectivamente estaba dormido.

Cuando se despertó, el cielo estaba despejado; por la ventana mal encajada entraba un aire frío y puro. El árabe dormía, acurrucado ahora bajo las mantas, con la boca abierta, totalmente confiado. Pero cuando Daru lo zarandeó, se sobresaltó y miró a Daru sin reconocerlo, con unos ojos de loco y una expresión tan asustada que el maestro dio un paso atrás.

—No tengas miedo. Soy yo. Vamos a comer.

El árabe asintió con la cabeza y dijo que si. Su rostro había recobrado la serenidad, pero su expresión permanecía ausente y distraída.

El café estaba preparado. Lo bebieron, sentados ambos en el catre, y comieron unos trozos de torta. Después, Daru llevó al árabe al cobertizo y le enseñó el grifo donde él se lavaba todos los días. Volvió al cuarto, dobló las mantas, recogió el catre, hizo su cama y ordenó la habitación. Entonces salió al terraplén pasando por la escuela. El sol se elevaba ya en el cielo azul; una luz tierna y viva inundaba la meseta desierta. En el repecho la nieve empezaba a derretirse. Las piedras volverían a aparecer. En cuclillas al borde de la meseta, el maestro contemplaba la inmensidad del desierto. Pensaba en Balducci. Le había apenado, le había echado de allí, en cierto modo, como si no quisiera que lo metieran en el mismo saco que a él. Aún oía el adiós del gendarme y, sin saber por qué, se sentía extrañamente vació y vulnerable. En este momento, al otro lado de la escuela, el prisionero tosió. Daru lo oyó, casi a pesar suyo; después, furioso, tiró una piedra que silbó en el aire antes de hundirse en la nieve. El crimen idiota de este hombre le sublevaba, pero entregarlo era contrario al honor: tan sólo con pensarlo se volvía loco de humillación. Y maldecía a la vez a los suyos, que le enviaban a aquel árabe, y a éste, que se había atrevido a matar y no había sabido escaparse. Daru se levantó, dio unas vueltas por el terraplén, espero, inmóvil, y entró en la escuela.

El árabe, inclinado sobre el suelo de cemento del cobertizo, se lavaba los dientes con dos dedos. Daru le miró:

—Ven —dijo. Y entró en la habitación, delante del prisionero. Se puso una cazadora encima del jersey y se calzó las botas de marcha. Después esperó de pie a que el árabe se hubiera puesto el turbante y las sandalias. Entraron en la escuela y el maestro señaló la salida a su compañero—. Vete.

El otro no se movió.

—Ahora vengo —dijo Daru.

El árabe salió. Daru volvió a entrar en la habitación e hizo un paquete con tostadas de pan, dátiles y azúcar. En la clase, antes de salir, dudó un segundo ante su mesa, después atravesó el umbral de la escuela y cerró la puerta.

—Por ahí —dijo. Y tomó la dirección del este, seguido por el prisionero. Pero a poca distancia de la escuela, le pareció oír un ligero ruido detrás de él. Volvió sobre sus pasos e inspeccionó los alrededores de la casa: no había nadie. El árabe le miraba sin comprender lo que hacía.

—Vamos —dijo Daru.

Caminaron durante una hora y descansaron junto a una especie de pico calcáreo. La nieve se derretía cada vez más de prisa, el sol absorbía inmediatamente los charcos, limpiaba a toda velocidad la meseta que, poco a poco, se secaba y vibraba lo mismo que el aire. Cuando de nuevo se pusieron en camino, la tierra resonaba bajo sus pasos. A lo lejos, un pájaro hendía el espacio ante ellos con un trino alegre. Daru bebía, respirando profundamente, la fresca luz matutina. Una especie de exaltación nacía en él bajo el gran espacio familiar, casi enteramente amarillo ahora, bajo su casquete de cielo azul. Anduvieron una hora más, bajando hacia el sur. Llegaron a una especie de eminencia achatada formada por rocas friables. A partir de allí, la meseta descendía, al este, hacia una llanura baja donde se podían distinguir algunos árboles medio secos y, al sur, hacia unos montones de rocas que daban al paisaje un aspecto atormentado.

Daru inspeccionó las dos direcciones. No había más que el cielo en el horizonte, no se veía a ningún hombre. Daru se volvió hacia el árabe, que lo miraba sin comprender, y le tendió un paquete:

—Toma —dijo—. Son dátiles, pan y azúcar. Te durará para dos días. Toma mil francos también. —El árabe cogió el paquete y el dinero y se quedó con las manos llenas a la altura del pecho como si no supiera que hacer con lo que le daban—. Mira ahora —dijo el maestro, y señalaba la dirección del este—, ese es el camino de Tinguit. Son dos horas de marcha. En Tinguit están la administración y la policía. Te esperan. —El árabe miraba hacia el este, apretando contra si el paquete y el dinero. Daru le cogió del brazo y, con cierta brusquedad, le hizo dar media vuelta hacia el sur.

Al pie de la altura en que se encontraban, se adivinaba un camino apenas bosquejado.

-Esa es la pista que atraviesa la meseta. A un día de marcha de aquí encontrarás los pastes y los primeros nómadas. Te acogerán y te darán refugio, según sus leyes.

El árabe se había vuelto ahora hacia Daru y su rostro reflejaba pánico:

—Oye —dijo.

Daru meneó la cabeza:

—No, cállate. Ahora, yo te dejo.

Le volvió la espalda, dio dos pasos en dirección de la escuela, miró con cierta indecisión al árabe inmóvil y se alejó. Durante unos minutos, no oyó más que sus propios pasos, que resonaban sobre la tierra fría, y no volvió la cabeza. Al cabo de un momento, sin embargo, se volvió. El árabe seguía allí, al borde de la colina, con los brazos caídos, mirando al maestro. Daru sintió que se le hacia un nudo en la garganta. Pero renegó con impaciencia, hizo un ademán y echo a andar de nuevo. Ya estaba lejos cuando se detuvo otra vez y miro hacia atrás. No había nadie en la colina.

Daru dudó. El sol estaba ya bastante alto en el cielo y comenzaba a devorarle la frente. El maestro volvió sobre sus pasos, al principio un poco incierto, después con decisión. Cuando llegó a la pequeña colina, chorreaba de sudor. Subió por ella a toda velocidad y se detuvo, echando los bofes, en la cima. Los campos de roca, al sur, se dibujaban claramente sobre el cielo azul, pero en el llano, al este, un vaho de calor empezaba a subir. Y en esta bruma ligera, Daru, con el corazón en un puño, divisó al árabe que caminaba lentamente por el camino de la cárcel.

Un poco más tarde, plantado delante de la ventana de la clase, el maestro miraba sin ver la luz naciente que brincaba desde las alturas del cielo sobre toda la superficie de la meseta. Detrás de él, en el encerado, trazada con tiza por una mano torpe, entre los meandros de los ríos franceses, se extendía la inscripción que el maestro acababa de leer: «Has entregado a nuestro hermano. Lo pagarás». Daru miraba el cielo, la meseta y, mas allá, las tierras invisibles que se extendían hasta el mar. En aquel vasto país que tanto había amado, Daru estaba solo.

Publicado por Antonio F. Rodríguez.

No hay comentarios:

Publicar un comentario