lunes, 31 de octubre de 2016

Una vuelta por mi cárcel - MargueriteYourcenar

                  
Título: Una vuelta por mi cárcel
Autora: Marguerite Yourcenar
            
Páginas: 199

Editorial: Punto de lectura

Precio: 7,95 euros

Año de edición: 2009


Este interesante libro, publicado en los años 80, reúne catorce ensayos sobre otros tantos viajes de la autora, la mayoría a Oriente y muy especialmente a Japón. Son viajes culturales y sobre todo literarios, en cuya descripción Yourcenar despliega una enorme y profunda erudición, sensibilidad, inteligencia gusto por lo temas clásicos y un criterio exquisito para elegir lo que le interesa.

Aquí habla del gran Bashó, mítico autor de haikus, y su peregrinaje por el país del sol naciente en el siglo XVII, de la música de Rossini, de San Francisco (azul, blanca, rosa y gay), de la travesía San Francisco-Yokohama, de Edo la antigua capital del Japón, de los 47 samuráis, del teatro kabuki y la casa de Mishima, y muchos temas más.

El libro se cierra con un epílogo titulado «Viajes en el tiempo y en el espacio» sobre el viaje como método de aprendizaje y proceso de enriquecimiento, que da sentido y unidad a todo el libro. Un ramillete de textos que son una joya. El título está inspirado en una idea de Zenón, personaje de «Opus Nigrum» (otra obra de ela misma autora) que dice que «¿Quién puede ser tan insensato como para morir sin haber dado, por lo menos, una vuelta por su cárcel?».

Una obra escrita con el estilo clásico, elegante y redondo que siempre exhibe esta mujer, entretenida y amena, con apariencia de texto ligero que se puede leer con facilidad y para pasar el rato, pero que trata muchos de temas de enjundia alrededor de la misma idea: que viajar nos saca fuera de nosotros, reproduce en parte los procesos de adaptación mental y constituye una de las mejores maneras de aprender cosas nuevas a nivel profundo, dejando que nuestro interior cambie. Muy recomendable. 

Marguerite Yourcenar (Bruselas, 1903-1987), escritora belga nacionalizada estadounidense, es ya por derecho propio vecina de La antigua Biblos, y nos ha visitado ya varias veces.

Al nacer ella, murió su madre y fué educada por su padre y una amiga, en casa y sin ir al colegio. Desde muy joven viajó por Europa y oriente, casi siempre buscando material para sus libros. Tocó casi todos los géneros: novela, relatos, poesía, ensayo, traducción...

En 1937 conoció a Grace Frick, que se convirtió en su compañera durante 40 años. Grace murió en 1979, Marguerite puso en su cama una caja de música con un aria de Haydn y abrió la ventana. Era la liturgia del adiós, que le permitió la llegada a su vida del fotógrafo Jerry Wilson. «El sol entra en mi casa», confesó. Wilson murió a los 31 años, de sida. Yourcenar, para quien «el amor no tiene género», advierte: «Uno solo muere cuando está solo».

En Estados unidos se dedicó a la enseñanza universitaria, en 1971 ingresó en la Real Academia de la Lengua Belga y en 1980 en la Academia_Francesa. Era la primera mujer en formar parte de esa institución.
                     
Marguerite Yourcenar
        
Publicadopor Antonio F. Rodríguez.

domingo, 30 de octubre de 2016

El rey escualo - R. Kikuo Johnson

        
Título: El rey escualo
Autor: R. Kikuo Johnson
            
Páginas: 48

Editorial: Fugencio Pimentel

Precio: 15,95 euros

Año de edición: 2016

La leyenda del Rey Escualo es un cuento para niños que se lleva trasmitiendo de padres a hijos durante generaciones en Hawái, sencillo, tierno y como la vida misma, agridulce.

Ahora, un ilustrador hawaiano lo ha convertido en cómic y Fulgencio Pimentel lo ha editado en español. Una historieta dibujada con una línea clara, colores sencillos y luminosos que son una bendición para los ojos. Un estilo muy adecuado para esta historia sencilla y profunda a la vez, directa, simple y primigenia que gustará a todos. Una gozada para grandes y pequeños. 

Muy recomendable para la biblioteca de cualquier casa con niños, para aficionarlos a la lectura y para que los adultos recuerden que a veces, lo mejor de la vida está en las cosas sencillas.
                

R. Kikuo Johnson nació en Hawái, en la isla de Maui en 1981. Pasó su infancia explorando la costa rocosa frente la casa de su abuela durante la marea baja y buceando con su hermano mayor. Pronto comenzó a dibujar a trabar como ilustrador y a ganar premios, como el Harvey en 2005. 

Desde que se mudó al continente, Kikuo ha descubierto los placeres de nadar en agua dulce y actualmente vive en Brooklyn, Nueva York, donde se entretiene cocinando, tocando el ukelele y paseando en bicicleta por toda la ciudad. Es profesor en la Escuela de Diseño de Rhode Island.
                             
R. Kikuo Johnson
                     
Publicado por Antonio F. Rodríguez.

sábado, 29 de octubre de 2016

Discurso de Pablo Neruda al recibir el Nobel

 

Me he encontrado por casualidad con el discurso que pronunció Pablo Neruda (Parral, 1904-1973) al recibir el Premio Nobel de Literatura en 1971 y no he podido resistir la tentación de publicarlo aquí. Es muy bueno.

«Mi discurso será una larga travesía, un viaje mío por regiones, lejanas y antípodas, no por eso menos semejantes al paisaje y a las soledades del norte. Hablo del extremo sur de mi país. Tanto y tanto nos alejamos los chilenos hasta tocar con nuestros limites el Polo Sur, que nos parecemos a la geografía de Suecia, que roza con su cabeza el norte nevado del planeta. 
           
Por allí, por aquellas extensiones de mi patria adonde me condujeron acontecimientos ya olvidados en sí mismos, hay que atravesar, tuve que atravesar los Andes buscando la frontera de mi país con Argentina. Grandes bosques cubren como un túnel las regiones inaccesibles y como nuestro camino era oculto y vedado, aceptábamos tan sólo los signos más débiles de la orientación. No había huellas, no existían senderos y con mis cuatro compañeros a caballo buscábamos en ondulante cabalgata -eliminando los obstáculos de poderosos árboles, imposibles ríos, roqueríos inmensos, desoladas nieves, adivinando mas bien el derrotero de mi propia libertad. Los que me acompañaban conocían la orientación, la posibilidad entre los grandes follajes, pero para saberse más seguros montados en sus caballos marcaban de un machetazo aquí y allá las cortezas de los grandes árboles dejando huellas que los guiarían en el regreso, cuando me dejaran solo con mi destino. Cada uno avanzaba embargado en aquella soledad sin márgenes, en aquel silencio verde y blanco, los árboles, las grandes enredaderas, el humus depositado por centenares de años, los troncos semi-derribados que de pronto eran una barrera más en nuestra marcha. Todo era a la vez una naturaleza deslumbradora y secreta y a la vez una creciente amenaza de frío, nieve, persecución. Todo se mezclaba: la soledad, el peligro, el silencio y la urgencia de mi misión. A veces seguíamos una huella delgadísima, dejada quizás por contrabandistas o delincuentes comunes fugitivos, e ignorábamos si muchos de ellos habían perecido, sorprendidos de repente por las glaciales manos del invierno, por las tormentas tremendas de nieve que, cuando en los Andes se descargan, envuelven al viajero, lo hunden bajo siete pisos de blancura. 
                 
A cada lado de la huella contemplé, en aquella salvaje desolación, algo como una construcción humana. Eran trozos de ramas acumulados que habían soportado muchos inviernos, vegetal ofrenda de centenares de viajeros, altos cúmulos de madera para recordar a los caídos, para hacer pensar en los que no pudieron seguir y quedaron allí para siempre debajo de las nieves. También mis compañeros cortaron con sus machetes las ramas que nos tocaban las cabezas y que descendían sobre nosotros desde la altura de las coníferas inmensas, desde los robles cuyo último follaje palpitaba antes de las tempestades del invierno. Y también yo fui dejando en cada túmulo un recuerdo, una tarjeta de madera, una rama cortada del bosque para adornar las tumbas de uno y otro de los viajeros desconocidos. 
                            
Teníamos que cruzar un río. Esas pequeñas vertientes nacidas en las cumbres de los Andes se precipitan, descargan su fuerza vertiginosa y atropelladora, se tornan en cascadas, rompen tierras y rocas con la energía y la velocidad que trajeron de las alturas insignes: pero esa vez encontramos un remanso, un gran espejo de agua, un vado. Los caballos entraron, perdieron pie y nadaron hacia la otra ribera. Pronto mi caballo fue sobrepasado casi totalmente por las aguas, yo comencé a mecerme sin sostén, mis pies se afanaban al garete mientras la bestia pugnaba por mantener la cabeza al aire libre. Así cruzamos. Y apenas llegados a la otra orilla, los baqueanos, los campesinos que me acompañaban me preguntaron con cierta sonrisa: 
                  
-¿Tuvo mucho miedo?
-Mucho. Creí que había llegado mi última hora, dije.
-Íbamos detrás de usted con el lazo en la mano me respondieron. -Ahí mismo –agregó uno de ellos– cayó mi padre y lo arrastró la corriente. No iba a pasar lo mismo con usted. Seguimos hasta entrar en un túnel natural que tal vez abrió en las rocas imponentes un caudaloso río perdido, o un estremecimiento del planeta que dispuso en las alturas aquella obra, aquel canal rupestre de piedra socavada, de granito, en el cual penetramos. A los pocos pasos las cabalgaduras resbalaban, trataban de afincarse en los desniveles de piedra, se doblegaban sus patas, estallaban chispas en las herraduras: más de una vez me vi arrojado del caballo y tendido sobre las rocas. La cabalgadura sangraba de narices y patas, pero proseguimos empecinados el vasto, el espléndido, el difícil camino. 
                          
Algo nos esperaba en medio de aquella selva salvaje. Súbitamente, como singular visión, llegamos a una pequeña y esmerada pradera acurrucada en el regazo de las montañas: agua clara, prado verde, flores silvestres, rumor de rios y el cielo azul arriba, generosa luz ininterrumpida por ningún follaje. 
                    
Allí nos detuvimos como dentro de un círculo mágico, como huéspedes de un recinto sagrado: y mayor condición de sagrada tuvo aun la ceremonia en la que participé. Los vaqueros bajaron de sus cabalgaduras. En el centro del recinto estaba colocada, como en un rito, una calavera de buey. Mis compañeros se acercaron silenciosamente, uno por uno, para dejar unas monedas y algunos alimentos en los agujeros de hueso. Me uní a ellos en aquella ofrenda destinada a toscos Ulises extraviados, a fugitivos de todas las raleas que encontrarían pan y auxilio en las órbitas del toro muerto. Pero no se detuvo en este punto la inolvidable ceremonia. Mis rústicos amigos se despojaron de sus sombreros e iniciaron una extraña danza, saltando sobre un solo pie alrededor de la calavera abandonada, repasando la huella circular dejada por tantos bailes de otros que por allí cruzaron antes. Comprendí entonces de una manera imprecisa, al lado de mis impenetrables compañeros, que existía una comunicación de desconocido a desconocido, que había una solicitud, una petición y una respuesta aún en las más lejanas y apartadas soledades de este mundo. 
                     
Más lejos, ya a punto de cruzar las fronteras que me alejarían por muchos años de mi patria, llegamos de noche a las últimas gargantas de las montañas. Vimos de pronto una luz encendida que era indicio cierto de habitación humana y, al acercarnos, hallamos unas desvencijadas construcciones, unos destartalados galpones al parecer vacíos. Entramos a uno de ellos y vimos, al calor de la lumbre, grandes troncos encendidos en el centro de la habitación, cuerpos de árboles gigantes que allí ardían de día y de noche y que dejaban escapar por las hendiduras del techo ml humo que vagaba en medio de las tinieblas como un profundo velo azul. Vimos montones de quesos acumulados por quienes los cuajaron a aquellas alturas. Cerca del fuego, agrupados como sacos, yacían algunos hombres. Distinguimos en el silencio las cuerdas de una guitarra y las palabras de una canción que, naciendo de las brasas y la oscuridad, nos traía la primera voz humana que habíamos topado en el camino. Era una canción de amor y de distancia, un lamento de amor y de nostalgia dirigido hacia la primavera lejana, hacia las ciudades de donde veníamos, hacia la infinita extensión de la vida. 
                          
Ellos ignoraban quienes éramos, ellos nada sabían del fugitivo, ellos no conocían mi poesía ni mi nombre. O lo conocían, nos conocían? El hecho real fue que junto a aquel fuego cantamos y comimos, y luego caminamos dentro de la oscuridad hacia unos cuartos elementales. A través de ellos pasaba una corriente termal, agua volcánica donde nos sumergimos, calor que se desprendía de las cordilleras y nos acogió en su seno.

Chapoteamos gozosos, cavándonos, limpiándonos el peso de la inmensa cabalgata. Nos sentimos frescos, renacidos, bautizados, cuando al amanecer emprendimos los últimos kilómetros de jornadas que me separarían de aquel eclipse de mi patria. Nos alejamos cantando sobre nuestras cabalgaduras, plenos de un aire nuevo, de un aliento que nos empujaba al gran camino del mundo que me estaba esperando. Cuando quisimos dar (lo recuerdo vivamente) a los montañeses algunas monedas de recompensa por las canciones, por los alimentos, por las aguas termales, por el techo y los lechos, vale decir, por el inesperado amparo que nos salió al encuentro, ellos rechazaron nuestro ofrecimiento sin un ademán. Nos habían servido y nada más. Y en ese "nada más" en ese silencioso nada más había muchas cosas subentendidas, tal vez el reconocimiento, tal vez los mismos sueños. 
                    
Señoras y señores:
Yo no aprendí en los libros ninguna receta para la composición de un poema: y no dejaré impreso a mi vez ni siquiera un consejo, modo o estilo para que los nuevos poetas reciban de mí alguna gota de supuesta sabiduría. Si he narrado en este discurso ciertos sucesos del pasado, si he revivido un nunca olvidado relato en esta ocasión y en este sitio tan diferentes a lo acontecido, es porque en el curso de mi vida he encontrado siempre en alguna parte la aseveración necesaria, la fórmula que me aguardaba, no para endurecerse en mis palabras sino para explicarme a mí mismo. 
                         
En aquella larga jornada encontré las dosis necesarias a la formación del poema. Allí me fueron dadas las aportaciones de la tierra y del alma. Y pienso que la poesía es una acción pasajera o solemne en que entran por parejas medidas la soledad y la solidaridad, el sentimiento y la acción, la intimidad de uno mismo, la intimidad del hombre y la secreta revelación de la naturaleza. Y pienso con no menor fe que todo esta sostenido -el hombre y su sombra, el hombre y su actitud, el hombre y su poesia en una comunidad cada vez más extensa, en un ejercicio que integrará para siempre en nosotros la realidad y los sueños, porque de tal manera los une y los confunde. Y digo de igual modo que no sé, después de tantos años, si aquellas lecciones que recibí al cruzar un vertiginoso río, al bailar alrededor del cráneo de una vaca, al bañar mi piel en el agua purificadora de las más altas regiones, digo que no sé si aquello salía de mí mismo para comunicarse después con muchos otros seres, o era el mensaje que los demás hombres me enviaban como exigencia o emplazamiento. No sé si aquello lo viví o lo escribí, no sé si fueron verdad o poesía, transición o eternidad los versos que experimenté en aquel momento, las experiencias que canté más tarde. 
          
De todo ello, amigos, surge una enseñanza que el poeta debe aprender de los demás hombres. No hay soledad inexpugnable. Todos los caminos llevan al mismo punto: a la comunicación de lo que somos. Y es preciso atravesar la soledad y la aspereza, la incomunicación y el silencio para llegar al recinto mágico en que podemos danzar torpemente o cantar con melancolía; mas en esa danza o en esa canción están consumados los más antiguos ritos de la conciencia: de la conciencia de ser hombres y de creer en un destino común. 
                 
En verdad, si bien alguna o mucha gente me consideró un sectario, sin posible participación en la mesa común de la amistad y de la responsabilidad, no quiero justificarme, no creo que las acusaciones ni las justificaciones tengan cabida entre los deberes del poeta. Después de todo, ningún poeta administró la poesía, y si alguno de ellos se detuvo a acusar a sus semejantes, o si otro pensó que podría gastarse la vida defendiéndose de recriminaciones razonables o absurdas, mi convicción es que sólo la vanidad es capaz de desviarnos hasta tales extremos. Digo que los enemigos de la poesía no están entre quienes la profesan o resguardan, sino en la falta de concordancia del poeta. De ahí que ningún poeta tenga más enemigo esencial que su propia incapacidad para entenderse con los más ignorados y explotados de sus contemporáneos; y esto rige para todas las épocas y para todas las tierras. 

El poeta no es un "pequeño dios". No, no es un "pequeño dios". No está signado por un destino cabalístico superior al de quienes ejercen otros menesteres y oficios. A menudo expresé que el mejor poeta es el hombre que nos entrega el pan de cada día: el panadero más próximo, que no se cree dios. Él cumple su majestuosa y humilde faena de amasar, meter al horno, dorar y entregar el pan de cada día, con una obligación comunitaria. Y si el poeta llega a alcanzar esa sencilla conciencia, podrá también la sencilla conciencia convertirse en parte de una colosal artesanía, de una construcción simple o complicada, que es la construcción de la sociedad, la transformación de las condiciones que rodean al hombre, la entrega de la mercadería: pan, verdad, vino, sueños. Si el poeta se incorpora a esa nunca gastada lucha por consignar cada uno en manos de los otros su ración de compromiso, su dedicación y su ternura al trabajo común de cada día y de todos los hombres, el poeta tomará parte en el sudor, en el pan, en el vino, en el sueño de la humanidad entera. Sólo por ese camino inalienable de ser hombres comunes llegaremos a restituirle a la poesía el anchuroso espacio que le van recortando en cada época, que le vamos recortando en cada época nosotros mismos. 
               
Los errores que me llevaron a una relativa verdad, y las verdades que repetidas veces me condujeron al error, unos y otras no me permitieron -ni yo lo pretendí nunca- orientar, dirigir, enseñar lo que se llama el proceso creador, los vericuetos de la literatura. Pero sí me di cuenta de una cosa: de que nosotros mismos vamos creando los fantasmas de nuestra propia mitificacion. De la argamasa de lo que hacemos, o queremos hacer, surgen más tarde los impedimentos de nuestro propio y futuro desarrollo. Nos vemos indefectiblemente conducidos a la realidad y al realismo, es decir, a tomar una conciencia directa de lo que nos rodea y de los caminos de la transformación, y luego comprendemos, cuando parece tarde, que hemos construido una limitación tan exagerada que matamos lo vivo en vez de conducir la vida a desenvolverse y florecer. Nos imponemos un realismo que posteriormente nos resulta más pesado que el ladrillo de las construcciones, sin que por ello hayamos erigido el edificio que contemplábamos como parte integral de nuestro deber. Y en sentido contrario, si alcanzamos a crear el fetiche de lo incomprensible (o de lo comprensible para unos pocos), el fetiche de lo selecto y de lo secreto, si suprimimos la realidad y sus degeneraciones realistas, nos veremos de pronto rodeados de un terreno imposible, de un tembladeral de hojas, de barro, de libros, en que se hunden nuestros pies y nos ahoga una incomunicación opresiva. 
             
En cuanto a nosotros en particular, escritores de la vasta extensión americana, escuchamos sin tregua el llamado para llenar ese espacio enorme con seres de carne y hueso. Somos conscientes de nuestra obligación de pobladores y -al mismo tiempo que nos resulta esencial el deber de una comunicación critica en un mundo deshabitado y, no por deshabitado menos lleno de injusticias, castigos y dolores, sentimos también el compromiso de recobrar los antiguos sueños que duermen en las estatuas de piedra, en los antiguos monumentos destruidos, en los anchos silencios de pampas planetarias, de selvas espesas, de ríos que cantan como sueños. Necesitamos colmar de palabras los confines de un continente mudo y nos embriaga esta tarea de fabular y de nombrar. Tal vez ésa sea la razón determinante de mi humilde caso individual: y en esa circunstancia mis excesos, o mi abundancia, o mi retórica, no vendrían a ser sino actos, los más simples, del menester americano de cada día. Cada uno de mis versos quiso instalarse como un objeto palpable: cada uno de mis poemas pretendió ser un instrumento útil de trabajo: cada uno de mis cantos aspiró a servir en el espacio como signos de reunión donde se cruzaron los caminos, o como fragmento de piedra o de madera con que alguien, otros que vendrán, pudieran depositar los nuevos signos. 
          
Extendiendo estos deberes del poeta, en la verdad o en el error, hasta sus últimas consecuencias, decidí que mi actitud dentro de la sociedad y ante la vida debía ser también humildemente partidaria. Lo decidí viendo gloriosos fracasos, solitarias victorias, derrotas deslumbrantes. Comprendí, metido en el escenario de las luchas de América, que mi misión humana no era otra sino agregarme a la extensa fuerza del pueblo organizado, agregarme con sangre y alma, con pasión y esperanza, porque sólo de esa henchida torrentera pueden nacer los cambios necesarios a los escritores y a los pueblos. Y aunque mi posición levantara o levante objeciones amargas o amables, lo cierto es que no hallo otro camino para el escritor de nuestros anchos y crueles países, si queremos que florezca la oscuridad, si pretendemos que los millones de hombres que aún no han aprendido a leernos ni a leer, que todavía no saben escribir ni escribirnos, se establezcan en el terreno de la dignidad sin la cual no es posible ser hombres integrales. 
                
Heredamos la vida lacerada de los pueblos que arrastran un castigo de siglos, pueblos los más edénicos, los más puros, los que construyeron con piedras y metales torres milagrosas, alhajas de fulgor deslumbrante: pueblos que de pronto fueron arrasados y enmudecidos por las épocas terribles del colonialismo que aún existe. 

Nuestras estrellas primordiales son la lucha y la esperanza. Pero no hay lucha ni esperanza solitarias. En todo hombre se juntan las épocas remotas, la inercia, los errores, las pasiones, las urgencias de nuestro tiempo, la velocidad de la historia. Pero, qué sería de mí si yo, por ejemplo, hubiera contribuido en cualquiera forma al pasado feudal del gran continente americano? Cómo podría yo levantar la frente, iluminada por el honor que Suecia me ha otorgado, si no me sintiera orgulloso de haber tomado una mínima parte en la transformación actual de mi país? Hay que mirar el mapa de América, enfrentarse a la grandiosa diversidad, a la generosidad cósmica del espacio que nos rodea, para entender que muchos escritores se niegan a compartir el pasado de oprobio y de saqueo que oscuros dioses destinaron a los pueblos americanos. 
              
Yo escogí el difícil camino de una responsabilidad compartida y, antes de reiterar la adoración hacia el individuo como sol central del sistema, preferí entregar con humildad mi servicio a un considerable ejército que a trechos puede equivocarse, pero que camina sin descanso y avanza cada día enfrentándose tanto a los anacrónicos recalcitrantes como a los infatuados impacientes. Porque creo que mis deberes de poeta no sólo me indicaban la fraternidad con la rosa y la simetría, con el exaltado amor y con la nostalgia infinita, sino también con las ásperas tareas humanas que incorporé a mi poesía. 
                         
Hace hoy cien años exactos, un pobre y espléndido poeta, el más atroz de los desesperados, escribió esta profecía: A l’aurore, armés d’une ardente patience, nous entrerons aux splendides Villes. (Al amanecer, armados de una ardiente paciencia entraremos en las espléndidas ciudades).

Yo creo en esa profecía de Rimbaud, el vidente. Yo vengo de una oscura provincia, de un país separado de todos los otros por la tajante geografía. Fui el más abandonado de los poetas y mi poesía fue regional, dolorosa y lluviosa. Pero tuve siempre confianza en el hombre. No perdí jamás la esperanza. Por eso tal vez he llegado hasta aquí con mi poesía, y también con mi bandera. 
               
En conclusión, debo decir a los hombres de buena voluntad, a los trabajadores, a los poetas, que el entero porvenir fue expresado en esa frase de Rimbaud: solo con una ardiente paciencia conquistaremos la espléndida ciudad que dará luz, justicia y dignidad a todos los hombres. 
               
Así la poesía no habrá cantado en vano».  
             
Publicado por Antonio F. Rodríguez.

viernes, 28 de octubre de 2016

Ensayo sobre la ceguera - José Saramago

        
Título: Ensayo sobre la ceguera
Autor: José Saramago

Páginas: 424

Editorial: Alfaguara

Precio: 17,50 euros

Año de edición: 2001

Fábula moral, distopía, novela de ciencia ficción social, esta novela desconcertante arranca con un planteamiento original que resulta de lo más sugestivo: la crónica detallada y realista de qué ocurriría en nuestra sociedad actual si se desata una epidemia nueva y desconocida de ceguera, que hace que la gente vaya perdiendo la visión. La enfermedad se presenta inopinada y súbitamente, y se convierte en algo casi mítico, el llamado «mal blanco», porque la visión de los enfermos se sumerge en una niebla blanca que todo lo oculta y tapa.

Los personajes aparecen sin nombre propio, el médico, la mujer del médico... lo que les despersonaliza y hace que pasen por símbolos universales del ser humano. Sus reacciones, no siempre edificantes (miedo, egoísmo, insolidaridad, pesimismo, desesperación...), parecen el argumento central de la historia, en una especie de tratado natural de las reacciones, en el que el autor critica a sus anchas el género humano.

En fin, una obra muy original que poco a poco utiliza la ceguera como metáfora de otros males morales que aquejan a la humanidad, muy bien escrita, que se lee sola, y si empieza como una especie de parábola simbólica acaba por convertirse poco a poco en un especie de ensayo novelado sobre cómo somos y cómo nos comportamos en esta sociedad.

Publicada originalmente en 1995, pasa por ser la mejor novela de Saramago, cosa sobre la que no puedo opinar porque no he leído mucho a este portugués genial, pero que es plausible, porque es un libro fenomenal, plagada de frases lapidarias: «Creo que no nos quedamos ciegos, creo que estamos ciegos, ciegos que ven, ciegos que, viendo, no ven», «La alegría y el dolor no son como el aceite y el agua, sino que coexisten», «Dentro de nosotros existe algo que no tiene nombre y eso es lo que realmente somos».

Una novela genial, muy original e inquietante, en la que parece que todo es imaginario y no existe hasta que el lector se da cuenta de que todo es una metáfora de lo que nos rodea. Un libro de los que remueve conciencias, nos saca de nuestra poltrona cotidiana y nos interroga sobre qué somos en realidad. Imprescindible para conocer en profundidad el mundo de este portugués universal.

Esta edición tiene además el aliciente de estar traducida por la que fue su mujer y compañera los últimos años de su vida, Pilar del Río.

José Saramago (Azinhaga, 1922-2010) nació en un pueblecito cerca del Río Tajo, 120 km al norte de Lisboa. El apellido de su padre es Sousa, pero el empleado del Registro Civil se equivocó y anotó José Saramago, en lugar de José Sousa. Hay quien dice que fué una broma del funcionario, conocido de la familia. Sus padres eran unos humildes campesinos y el pequeño José  tuvo que dejar los estudios por falta de medios económicos y tuvo que ponerse a trabajar de cerrajero, luego trabajó en una caja de pensiones y seguidamente tras dejar ese trabajo se dedicó al periodismo, la labor editorial y la traducción.

Miembro del Partido Comunista Portugués y ateo confeso, sufrió censura y persecución durante los años de la dictadura de Salazar. Según él «Dios es el silencio del universo, y el ser humano, el grito que da sentido a ese silencio». El escándalo que originó en Portugal, una república laica en teoría, su «Evangelio según Jesucristo» hizo que se fuese a vivir a Lanzarote y allí vivió los últimos años de su vida.

Consiguió un trabajo fijo en una editorial, lo que le permitió tener estabilidad y tiempo libre para escribir. Se defendía de la acusación de pesimista diciendo que no era culpa suya vivir en un mundo pésimo. En 1988 ganó el Premio Nobel de Literatura y es el único escritor en lengua portuguesa que ha conseguido ese galardón.

José Saramago

Publicado por Antonio F. Rodríguez.

jueves, 27 de octubre de 2016

Novelas ejemplares y amorosas - María de Zayas


Título: Novelas ejemplares y amorosas
Autora: María de Zayas

Páginas: 232

Editorial: Alianza

Precio: 7,50 euros

Año de Edición: 2003 


Publicadas por primera vez en 1637, esta selección de seis novelas ejemplares constituye una estupenda obra de María de Zayas, notable novelista madrileña del siglo XVII, no muy conococida, pero llena de valores y culidades interesantes. Tiene esta autora dedicada una calle y una travesía con su nombre en el madrileño barrio de Tetuán.

Son en realidad relatos largos de unas cuarenta páginas, escritos con un lenguaje y una estructura radicalmente modernos, con un toque de erotismo y un punto de ironía socarrona que le da un toque algo picante muy atractivo. Están amenizados por poemas de la propia autora insertados dentro de la narración, puestos en boca de algún personaje o con otros artificios.

Para mí, ha sido todo un descubrimiento, me he topado con esta estupenda autora clasica española que creo que vale mucho la pena conocer.
 
Como muestra, bien vale un botón. En este enlace podéis leer uno de esos relatos, para mi uno de los mejores:«La inocencia castigada».


María de Zayas y Sotomayor (Madrid, 1590-1661) fué una novelista y poeta española del siglo de oro, admirada por Lope de Vega y de cuya vida se sabe bien poco. Era hija de un capitán de infantería y vivió durante algún tiempo en Nápoles y en Zaragoza, ciudad en la que se publicaron sus primeras novelas ejemplares.

Está considerada como una feminista avant la lettre por sus ideas, siempre obsesionada por los derehos de la mujer y la discriminción que sufría en aquella épocas. Sus novelas ejemplares, conocidas como el «Decamerón» español, tuvieron gran éxito y tuvieron hasta quince ediciones hasta que la Inquisición las prohibió por indecentes. En ellas se nota la influencia de Cervantes y la de Bocaccio.
                                  
María de Zayas y Sotomayor

Publicado por Antonio F. Rodríguez.